La última vez que vi en persona a Marcelino Camacho fue hace 5 ó 6 años. Yo había tomado el autobús 47 en dirección a Carabanchel y me fijé en un viejecillo sentado unos asientos más adelante. Era inconfundible, siempre con ese aire tan peculiar, de persona sencilla, con el que tanto han especulado los medios: el famoso jersey de lana, etc., etc….
Estuve tentado de dirigirme a él y estrecharle la mano, pero mi timidez y el hecho de no querer molestarlo, finalmente me hicieron continuar callado, pensando en lo mucho que habían sufrido los hombres y mujeres de su generación para intentar dejarnos un país libre, igualitario y digno. Por supuesto, hablo de los hombres y mujeres de izquierdas, trabajadores, luchadores y sencillos, como él, como nuestros padres, como tanta gente buena que hemos conocido y que ya nos han ido abandonando.
Se me pusieron los ojos vidriosos y tuve que mirar para otro lado, intentar pensar en otra cosa, para no llorar. Ya saben ustedes que hay que venir llorado de casa y, en el transporte público, ante la prensa, o en medio de una batalla, ser valiente y tener la lengua y la pluma siempre bien afiladas. Para mayor gloria del Dios de los poderosos, y para satisfacción de algún que otro intelectual cabrón y absurdo.
Lo siento, Marcelino. Hoy no tocaba meterse con los canallas. Sólo rendirte un sentido homenaje. Aunque, tal vez, ambas cosas sean lo mismo.
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